
La despedida del abuelo.
Oracio Barmez
El
aire golpea firme sobre mi rostro mientras el auto avanza rápidamente, no
aparto la vista del paisaje que cambia lentamente, terrenos largos con poca
vegetación, árboles pequeños, barrancos cortos, el color cambia de verde a
café. Sigo avanzando, el aire se mezcla con el polvo alborotado por de esa
carretera. Una hora sin detenerse mirando cada árbol que cambia el paisaje,
casas pequeñas, gente caminando lento.
El
auto se detiene dudo en bajarme, camino rápido y tembloroso, ajusto bien la
mochila que echo al hombro, me coloco unos lentes oscuros para disimular el
miedo y la incertidumbre, algunos vehículos en fila y mucha gente que camina
muy despacio hacia el mismo lugar, sus caras son ausentes, pensantes, algunas
con llanto y otras disimulando la escena.
Me
acerco callado, no miro a nadie, avanzo entre la gente encuentro a mi hermana y
busco a mi madre no la veo, abrazo fuerte a mi hermana y suelta unas lagrimas.
Se
escucha como se detiene sobre el suelo todo enmudece, se oyen gritos en el
silencio.
La
muerte es inevitable llega lenta o rápida, abraza no suelta hasta olvidar como
respirar, como cerrar los ojos para siempre y olvidar como mover el cuerpo, así
la pienso; como el mismo aire que te abraza y golpea cuando un auto corre y al
abrir la ventanilla sientes esa fuerza, suave caricia muerte lenta.
Así
lo abrazo, le susurro que se olvidara de ordenar a su cuerpo, cerrar los ojos,
no necesitar el aire, dormirse para siempre.
Mi
madre cuenta que él no quería morir, al estar enfermo siempre pedía morir sin
embargo se resistió en el último momento, tenía miedo como todos tenemos miedo,
nadie quiere olvidar el tiempo y fundirse en la nada, en lo desconocido, todos
esperan algún regreso.
El
ataúd yace sobre el suelo, la gente alrededor le mira fijamente, mí hermana la sujeto a mí pecho consolando el
miedo y tristeza.
El
ritual prosiguió; rocié agua y tierra sobre la caja de madera reluciente, que resplandece
con el sol, dejando en silencio una disculpa y buena suerte si en la minúscula posibilidad
me escuchara, ninguna lágrima salió, todo fue silencio.
Después
de eso, la familia, hijos nietos y demás acompañantes se alegraron en parte por
su muerte, pues fue tormentoso el delirio para dejar de respirar. Quienes le
acompañaron en su último recorrido por el pueblo aprovecharon la oportunidad
para limpiar un poco las tumbas de familiares olvidados entre pasto y hierba
prominente, sobre las lapidas blancas y secas.
La
gente poco a poco fue dejando el santuario de los muertos.
De
regreso no deje de recordar como fue el abuelo, nació después de la revolución
Mexicana, siempre tuvo una personalidad difícil, huraña, gruñón, serio, amable,
bondadoso hospitalario y trabajador. Cuando niño siempre tuvo un afecto
especial sobre sus demás nietos.
Lamento
que se haya marchado, pero lo inevitable no tiene fecha ni hora solo sucede y
se incorpora a la historia que construimos y conocemos.
Un
hasta pronto, suerte y disculpas fue lo último que pude decir en silencio
frente a la tumba del abuelo, ese que siempre me invitaba a merendar al
atardecer, en aquel comedor que apenas alcanzaba, un café endulzado con
piloncillo, leche de vaca y pan horneado con leña.
El
silencio al cenar se hacía presente y se olvidaba merendando del buen guisado
de la abuela que iba y venía de la cocina al comedor para atender al abuelo,
que sentado del lado derecho a lo largo de la mesa, iniciaba el ritual con un
sorbo al café caliente y humeante.
@oraciobarmez
Foto tomada de http://www.carlosmiceli.com/